Los protagonistas de Primera memoria —Matia, Borja y Manuel— no quieren dejar de ser niños. Son adolescentes al borde del abismo de la edad adulta, con miedo a asomarse pero conscientes de que no tienen alternativa, de que no les queda más remedio que hacerlo. Se les acabó el tiempo. Y el poco que les quedaba lo consume una guerra que acaba de estallar y que se alarga, en la lejanía, y lo ensombrece todo.
«Quien no haya sido, desde los nueve a los catorce años, atraído y llevado de un lugar a otro, de unas a otras manos, como un objeto, no podrá entender mi desamor y rebeldía de aquel tiempo», dice una Matia adulta, recordando a la Matia de entonces, una niña de rodillas peladas, llena de rabia, desterrada por el abandono paterno en una isla cuyo nombre jamás se pronuncia. En aquel largo verano del treinta y seis, y bajo la mirada vigilante de su abuela, ella y su primo Borja, un muchacho de quince años taimado y carismático, desgranan una rutina estival hecha de perezosas lecciones de latín, cigarrillos fumados a escondidas y escapadas en barca a las calas recónditas de la isla. Sus pequeños secretos y maldades, el atisbo de la complejidad del mundo de los mayores tienen en Manuel, el hijo mayor de una familia marginada por todos hacia el que Matia siente un apego que no consigue definir, una caja de resonancia que hace pedazos la frágil alianza de conveniencia de los dos primos.
Sobre Primera memoria planea el desasosiego de la adolescencia, una asfixia que Ana María Matute (Barcelona, 1925) ha hecho protagonista de muchas de sus obras. La lucha terrible de esa etapa entre el final de la infancia y la edad adulta ha centrado títulos capitales de su producción, como Los Abel (mención especial del jurado del Premio Nadal de Novela en 1947), Luciérnagas (1949), Algunos muchachos (1964) y Paraíso inhabitado (2008), aunque acaso en ninguna obra como en esta, merecedora del Premio Nadal de Novela en 1959, consigue que esa lucha se convierta en una perfecta y melancólica elegía de la perversión de la inocencia.